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[EL PRINCIPE] XIV -DE LAS OBLIGACIONES DEL PRÍNCIPE EN LO CONCERNIENTE AL ART...

CAPÍTULO XIV


DE LAS OBLIGACIONES DEL PRÍNCIPE EN LO CONCERNIENTE AL ARTE DE LA GUERRA

El príncipe no ha de tener otro objeto, ni abrigar otro propósito, ni cultivar otro arte, que el que enseña, el orden y la disciplina de los ejércitos, porque es el único que se espera ver ejercido por el que manda. Este arte encierra utilidad tamaña, que no solamente mantiene en el trono a los que nacieron príncipes, sino qué también hace subir con frecuencia a la clase de tales a hombres de condición. privada. Por una razón opuesta, sucedió que varios príncipes, que se ocupaban más en las delicias de la vida que en las cosas militares, perdieron sus Estados. La primera causa que haría a un príncipe perder el suyo, sería abandonar el arte de la guerra, como la causa que hace adquirir un reino al que no lo tenía, es sobresalir en ese arte. Se mostró superior en ello Francisco Sforcia, por el solo hecho de que no siendo más que un simple particular, llegó a ser duque de Milán, mientras que sus hijos, por haber renunciado a las fatigas e incomodidades de la profesión de las armas, de duques que eran, pasaron a ser simples particulares.

Entre las demás raíces del mal que acaecerá a un príncipe si por sí mismo no ejercita el oficio de las armas, debe contarse el menosprecio que habrán concebido contra su persona, lo cual es una de aquellas infamantes notas de que debe preservarse siempre, como se dirá más adelante al hablar de aquellas otras que pueden serle útiles. Entre el que es guerrero y el que no lo es, no hay ninguna proporción. La razón y la experiencia nos enseñan que el hombre que se halla armado no obedece con gusto al que está desarmado, que el amo desarmado no se encuentra seguro entre sirvientes armados. Con el desdén que late en el corazón del uno y la sospecha que el ánimo del otro abriga, no es posible que lleven a cabo juntos buenas operaciones.

Amén de las demás calamidades que se atrae un príncipe que no entiende nada de la guerra, existe la de no ser estimado de sus soldados, ni poder fiarse de ellos. El príncipe no debe cesar de ocuparse en el ejercicio de las armas, dándose a ellas más en los tiempos de paz que en los de guerra, y pudiendo hacerlo de dos modos: el uno, con acciones, y el otro, con pensamientos. En cuanto a sus acciones, debe no solamente tener bien ordenadas y ejercitadas a sus tropas, sino también ir a menudo de caza, con la que, por una parte, acostumbra su cuerpo a la fatiga, y por otra aprende a conocer la calidad de los sitios, el declive de las montañas, la entrada de los valles, la situación de las llanuras, la naturaleza de los ríos y de los lagos, y éste es un estudio en que debe poner la mayor atención. Porque conocimientos semejantes le son útiles por dos conceptos. En primer lugar, dándole a conocer el país, le sirven para defenderlo mejor, y, además, cuando ha frecuentado mucho los lugares, comprende fácilmente lo que debe ser otro país que no tenga a la vista, y en el que aún no haya combinado operaciones militares. Los sitios, las montañas, los valles, las llanuras, los ríos y los lagos de la Toscana ofrecen con los de otros países cierta semejanza, que hace que, por medio del conocimiento de una provincia, se puedan conocer fácilmente las otras.

El príncipe que carece de esta ciencia práctica, no posee el primero de los talentos necesarios a un capitán, porque ella enseña a hallar al enemigo, a tomar alojamiento, a conducir los ejércitos, a dirigir las batallas, a talar con acierto un territorio. Entre las alabanzas que los escritores antiguos prodigaron a Filopemenes rey de los acayos, la mayor fue la de no haber pensado nunca, aun en tiempo de paz, más que en los diversos modos de hacer la guerra. Cuando se paseaba con sus amigos por el campo, se paraba a menudo, y discurría con ellos sobre cualquier supuesto táctico, diciendo: "Si los enemigos se hallasen en aquella colina y nosotros nos encontrásemos aquí con nuestro ejército, de parte de quién estaría la superioridad? Cómo se podría ir seguramente contra ellos, observando las reglas de la táctica? Cómo convendría darles alcance, si se retiraran?" Les proponía, andando, todos los casos en que puede hallarse un ejército, oía sus pareceres, emitía el suyo, y lo corroboraba con buenas razones, de suerte que por tener continuamente ocupado su ánimo en lo que concierne al arte de la guerra, nunca, al conducir a sus tropas, había sido sorprendido por un accidente para el que no hubiese preparado de antemano el remedio oportuno.

El príncipe, para ejercitar su espíritu, debe leer las historias, y, al contemplar las acciones de los varones insignes, debe notar particularmente cómo se condujeron en las guerras, examinando las causas de sus victorias, a fin de conseguirlas él mismo, y las de las derrotas, a fin de no experimentarlas. Debe, sobre todo, como lo hicieron ellos, escoger entre los antiguos héroes, cuya gloria se celebró más, un modelo cuyas proezas estén siempre presentes en su ánimo: Alejandro Magno imitaba a Aquiles; César seguía a Alejandro y Escipión caminaba tras las huellas de Ciro. Cualquiera que lea la vida de este último, escrita por Jenofonte, reconocerá cuántos triunfos obtuvo Escipión por haber calcado su conducta con la de Ciro, no sólo en cuanto a la valentía, la destreza, la disciplina y el arrojo, más también respecto de la continencia, la afabilidad, la humanidad y la liberalidad, que, según el autor griego, resplandecieron en el monarca persa. En síntesis: de acuerdo con las reglas que debe observar un príncipe sabio, éste, lejos de permanecer ocioso en tiempo de paz, ha de formarse entonces un copioso caudal de recursos bélicos, que puedan serle de provecho en la adversidad, a fin de que, si la fortuna se le torna contraria, se halle dispuesto a resistírsele.



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Publicado por Vredondof para EL PRINCIPE el 11/17/2007 08:53:00 AM