La caída del Gran Inca
Por Fernando Díaz Villanueva
| La de los incas fue la más avanzada, exquisita y admirable de las civilizaciones prehispánicas. Sus dominios iban de Ecuador a Argentina, y estaban bien comunicados por una vasta red de caminos. Poseía grandes conocimientos de agricultura, arquitectura, medicina, astronomía…, y, aunque no conocía la rueda ni la escritura, se atrevía con elaboradísimos relieves y trepanaciones. |
Adoraban al sol y se consideraban sus hijos. Eran guerreros implacables y practicaban el comercio con gran aprovechamiento. Los pueblos de América del Sur les temían y ensalzaban a partes iguales, y los que no habían caído bajo su influencia no hubieran tardado mucho en hacerlo.
Pues bien: ese fabuloso imperio, en los confines del mundo conocido, fue conquistado en tan sólo media hora por, exactamente, 180 españoles, al mando de Francisco Pizarro.
Este Francisco Pizarro era el modelo del conquistador de oficio: natural de Trujillo, hijo de un soldado del Gran Capitán, primo de Hernán Cortés, tenía un carácter intratable. Ya metido en años, supuraba ambición por todos los poros de su piel. La gesta de Pizarro es, junto a la de Cortés, la más grande que jamás haya llevado a cabo un hijo de la Piel de Toro. Cómo pudo hacerlo tan rápido es algo que los historiadores llevan siglos estudiando y discutiendo. El hecho es que, aunque hoy pueda parecer chocante decirlo, Pizarro, a diferencia de su primo de Medellín, llegó tarde a casi todo; hasta a rendir un imperio.
En 1524 Pizarro tenía cerca de cincuenta años y llevaba la mitad de su vida zascandileando por América. Había navegado por la costa de Colombia con Alonso de Ojeda, y más tarde se apuntó a la expedición de Núñez de Balboa que terminó dando con las costas del Mar del Sur, es decir, del Océano Pacífico, aunque ese nombre se lo terminaría poniendo Magallanes a miles de kilómetros de allí. Sus idas y venidas por el Caribe y la llamada Tierra Firme le habían llevado a fijar su residencia en Panamá, donde llegó a ser gobernador y encomendero de pésima fortuna.
Allí, en el corazón de América, oyó hablar de las fabulosas riquezas de un imperio situado en el Mar del Sur, a no muchas jornadas de viaje de Panamá, en una tierra aún sin explorar. El único que la conocía, Pascual de Andagoya, que había navegado por sus aguas en 1522, la llamaba Birú porque, según parece, uno de los caciques que se encontró atendía por ese nombre. El hecho es que Andagoya, que, como buen vasco, era un poco fanfarrón, no había llegado ni a las puertas del imperio en cuestión. Pero con Birú se quedó; un Birú que, andando el tiempo, se transformaría en Perú. Del cacique nunca más se supo.
Pizarro quería conquistar Birú y hacerse con sus tesoros, que estimaba muchos, muy valiosos y al alcance de la mano. El problema es que estaba sin blanca y no tenía cómo financiar la operación. Se asoció entonces con Diego de Almagro, un trotamundos castellano tan sediento de oro como él, y con Hernando de Luque, cura y capitalista de la expedición.
La primera correría del tándem Pizarro-Almagro por los mares del Sur fue un desastre. Sólo dieron con indios miserables y belicosos. Pizarro casi se muere de inanición varado en una isla –que pasó a llamarse Puerto del Hambre–, y Almagro perdió un ojo por una mala pedrada que le arrojó un indio en otro islote, al que bautizó, cómo no, Puerto de las Piedras. Nuestros conquistadores fueron gente osada, pero no muy originales poniendo nombres.
A pesar de todos los sinsabores, no se amilanaron y armaron una nueva expedición. Esta vez el enemigo lo iban a tener en Panamá. Para evitar exponerse a mayores peligros, Pizarro envió al sur una carabela con Bartolomé Ruiz al timón, para tantear el talante de los indios que fuese encontrando. Ruiz capturó a seis de ellos e informó a Pizarro de todo lo bueno que había visto allá abajo, cerca de un puerto llamado Tumbes que, éste sí, pertenecía a los dominios del Inca. Pizarro lo dio por hecho y mandó a Almagro de vuelta a Panamá para reclutar los efectivos necesarios para la conquista. Se quedó esperando en la Isla del Gallo, frente a la costa del actual Ecuador.
En Panamá habían cambiado las cosas. Pedrarias Dávila, antiguo gobernador, había sido enviado a Nicaragua, y en su lugar el Rey había colocado a Pedro de los Ríos, que no simpatizaba ni con Pizarro ni con su proyecto de conquistar el lejano y medio imaginario Birú. El gobernador retuvo a Almagro y envió dos navíos para recoger a Pizarro y a sus hombres.
Como era de esperar, el trujillano se negó en redondo y, ante los emisarios del gobernador, desenvainó la espada y trazó sobre la arena de la playa una línea, tan recta y tan cortante como el florete que la había dibujado. Acto seguido miró a sus hombres y les dijo con solemnidad: "Por este lado se va a Panamá, a ser pobres; por este otro al Perú, a ser ricos. Escoja el que fuere buen castellano lo que más bien le estuviere". Trece decidieron ser buenos castellanos, y ricos. Los "trece de la fama", que en realidad fueron catorce, porque Bartolomé Ruiz también se a apuntó a lo de los incas, aunque hubo de regresar a Panamá a por refuerzos.
Descendieron por la costa hasta Tumbes, donde fondearon. Para evitar riesgos innecesarios y asegurarse de que los incas ataban a los perros con longaniza, Pizarro envió una avanzadilla al mando de Pedro de Candía, que a su regreso se deshizo vivo rememorando las riquezas que había visto en tierra. Para Pizarro, no había mucho más que discutir. Levó anclas, puso rumbo a Panamá... y de ahí a España, a buscar al Rey para capitular la conquista ante él. Carlos I se encontraba en Italia, coronándose por segunda vez como Rey de Romanos, por lo que fue Isabel de Portugal, la reina, quien firmó las capitulaciones, en Toledo y el 26 de julio de 1529.
La Reina fue generosa. Si ultimaba al Imperio Inca, Pizarro sería gobernador, capitán general, adelantado y alguacil mayor de la Nueva Castilla, que es como se pasaría a llamar Birú al día siguiente de ser conquistado. Para su socio Almagro sólo consiguió la plaza de Tumbes y el título de hidalgo, una puñalada que sería la causa de las desgracias que se abatirían sobre los españoles tras la conquista. Antes de abandonar España, Pizarro pasó por su pueblo para recoger a tres hermanos y a unos cuantos paisanos, cuya lealtad, digamos, sanguínea le sería de gran ayuda en los momentos difíciles.
A finales de enero de 1531 Pizarro estaba de nuevo listo para emprender la última y definitiva expedición. Almagro se quedaba en Panamá reclutando nuevos efectivos, para reforzar a Pizarro cuando éste se encontrase cara a cara con los incas. Bajó con tres naves hasta Tumbes y desembarcó. Allí pudo comprobar dos cosas: una, que Pedro de Candía había mentido como un bellaco: Tumbes, en realidad, era un villorrio innoble y arrasado; y dos, que los incas se encontraban en plena guerra civil. Indagando sobre el terreno, se enteró de que el gran inca Huayna Cápac había muerto y de que sus dos hijos, Huáscar y Atahualpa, peleaban por la corona. La historia de siempre, igualito a lo que sucedía en Europa cuando un rey moría sin testar o testando mal.
La papeleta de Pizarro era de aúpa. Tenía que arrebatar el imperio no a uno sino a dos pretendientes; para colmo, él tenía apenas doscientos hombres y los incas contaban por decenas de miles sus soldados. Por no hablar de que él no tenía ni idea de dónde estaba y los otros combatían en casa. En circunstancias normales –o si hubiera sido francés–, Pizarro habría dado la vuelta y esperado a que las tornas cambiasen, o a que otros emprendieran la conquista para, después, arrebatársela. Pero la conquista de América no supo de circunstancias normales y, por suerte para los americanos, no fue cosa de franceses.
Pizarro abandonó Tumbes y se dirigió al interior, donde fundó San Miguel, la primera ciudad española en territorio inca. Atahualpa, que iba ganándole la guerra a su hermano, empezó a inquietarse, y más cuando se enteró de que los barbudos no se detenían ante nada. Vivían del país, es decir, de lo que iban encontrándose por los pueblos, procurando, eso sí, dejarse la retaguardia tranquila.
Fue entonces cuando Atahualpa cometió su primer, único y definitivo error. Envió una embajada a Pizarro con regalos y comida para citarle en la sierra, en la ciudad de Cajamarca. Allá se dirigió el extremeño con todos sus hombres, entre los que se contaban sus hermanos y el joven Hernando de Soto, que había venido desde Nicaragua para participar del botín.
Pizarro aceptó el envite y puso rumbo a los Andes, transitando por los mismos caminos que hacían del Imperio Inca uno de los lugares mejor comunicados de la tierra. A mediados de noviembre llegó a Cajamarca. Atahualpa no estaba muy lejos, a unas pocas millas, a las afueras, esperando que los españoles cayesen en la trampa. La trampa, sin embargo, no era para Pizarro, sino para él; pero eso no podía siquiera imaginárselo. Al día siguiente, el Gran Inca hizo su entrada en la ciudad. Iba en litera de oro, flanqueado por los nobles del imperio y acompañado por unos cuarenta mil indios armados. Casi nada. Para echarse a temblar.
Ante semejante boato, Pizarro no pestañeó. Tenía un as en la manga que iba a descubrir en el último momento. De tantos años que llevaba en América, sabía mucho de los indios. Sabía, por ejemplo, que tenían auténtico pavor a los caballos y a las armas de fuego. Sabía también que, para ellos, el jefe era algo parecido a un dios. Sin jefe no había resistencia, y sin resistencia la victoria estaba garantizada. Estas enseñanzas las aplicó en la encerrona de Cajamarca con el infeliz Atahualpa, que venía muy sobrado a leer la cartilla a los intrusos barbados y gigantones que llegaban del mar.
La comitiva del inca avanzó lentamente hasta detenerse en la plaza principal de Cajamarca. Allí se produjo un breve diálogo; de besugos, naturalmente. Pizarro envió al fraile Vicente de Valverde para que conminase al emperador de los incas a abrazar la fe católica. Atahualpa, más crecido que nunca, tomó el Evangelio y lo tiró al suelo, y pidió a uno de los españoles que le diese su espada. No se dijo nada más. Pizarro dio la orden, y un disparo de falconete marcó la carga de la caballería, al grito de "¡Santiago!". Dos en uno: pólvora y caballos. La estampida de la indiada fue inmediata. Ninguno había visto un caballo en su vida, y el sonido del falconete era poco menos que ensordecedor para sus virginales oídos.
De las calles colindantes salieron los jinetes, que mataron a todo el que tuvieron a mano menos al Inca, que estaba protegido por Pizarro. "Que nadie hiera al indio so pena de la vida". Y nadie le hirió. Y así, en apenas media hora, el Hijo del Sol, el Sapa Inca Atahualpa, cayó prisionero de un hidalgo de Trujillo que había recorrido medio mundo con el único objetivo de destronarle.
Pocas veces la suerte ha acudido tan presta en auxilio de la audacia. Era 16 de noviembre de 1532, y el glorioso Imperio Inca, el mismo que había sometido a todas las tribus desde Ecuador hasta Chile, escribía su última línea en la historia.
El Inca ofreció un generoso rescate por su persona: una sala llena de oro y dos llenas de plata. No entraba en los planes de Pizarro soltar al indio, pero a nadie le amarga un dulce, y menos que a nadie a un conquistador español... cuando ese dulce es de oro y plata. Atahualpa satisfizo el rescate, pero no le liberaron: le ejecutaron unos meses después, en la misma plaza donde había sido apresado.
Sólo quedaba apaciguar el país y tomar el "ombligo del mundo", que es como los incas llamaban a su capital: Cuzco. Las dos cosas fueron hechas con una rapidez inusual entre españoles. En marzo de 1534 Cuzco fue españolizada, y la débil resistencia indígena se volatilizó.
Dos meses antes había llegado a Sevilla la primera remesa de oro peruano: 153.000 pesos, que fueron depositados en el aposento del Rey de la Casa de Contratación. Perú iba a ser el principal proveedor de metales preciosos de la Real Casa durante siglos; un oro que, al decir de Quevedo, "[nacía] en las Indias honrado, donde el mundo le acompaña; viene a morir en España, y es en Génova enterrado".
Los frutos de la conquista se pusieron de este modo al servicio de la familia Habsburgo, que ni era española ni tuvo nunca intención de serlo, pero que extrajo de España hasta la última gota de su sangre; y aún estamos pagando sus facturas.
El 18 de enero de 1535 Francisco Pizarro en persona fundó, junto a la costa, la Ciudad de los Reyes, más conocida como Lima. Fue el broche final a una campaña que había durado apenas cuatro años.
A la gloria le sucederían la traición y las querellas entre los conquistadores. Pizarro ejecutó a Almagro: le decapitó en la plaza de Cuzco, tras haberle agarrotado con un torniquete. El hijo, Almagro el mozo, se tomó cumplida venganza y asesinó a Pizarro en el Palacio del Gobernador de Lima. Hoy, en ese mismo lugar, se levanta la llamada Casa de Pizarro, que es la sede del Gobierno de la República del Perú, arquetipo de la nación mestiza, legataria de dos imperios, tan de Atahualpa como de Pizarro, tan hispana como americana.
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Francisco Pizarro
Francisco Pizarro González, marqués de los Atabillos (Trujillo, 16 de marzo de 1478 - Lima, 26 de junio de 1541) fue un explorador y conquistador español famoso por haberse enfrentado al Imperio Inca logrando la Conquista del Perú.
Francisco Pizarro nació en la ciudad de Trujillo (Extremadura). Existen dudas acerca de la fecha exacta de su nacimiento puesto que, si para unos historiadores fue el 16 de marzo1476, para otros fue la misma fecha, pero del año 1478. Algunos historiadores llegan a hablar de 1472. Fue hijo natural del hidalgo Gonzalo Pizarro Rodríguez de Aguilar, que participó en las campañas de Italia, bajo el mando de Gonzalo Fernández de Córdoba, y de Francisca González Mateos, campesina y doncella de la tía de Gonzalo, Beatriz Pizarro, devota del Convento de San Francisco el Real de la Coria.
La infancia de Francisco Pizarro fue muy pobre y difícil. Al parecer abandonó Trujillo y se dirigió a Sevilla entre 1492-93.
A la edad de 20 años se alistó en los tercios españoles que a las ordenes de Gonzalo Fernández de Córdoba, el Gran Capitán, luchaban en las conocidas como campañas de Nápoles contra los franceses. Según López de Gómara habría servido bajo las órdenes de éste, siempre como soldado, en el sur de la península, Calabria y Sicilia. Regresa a Sevilla donde permanecerá hasta su marcha a América. Poco se sabe de su estancia en esta ciudad.
Casa Museo de Francisco Pizarro en Trujillo, España
Primeros años en América
En 1502, llegó a América en la expedición de Nicolás de Ovando, el nuevo gobernador de La Hispaniola. De sus primeros años en América sabemos muy poco. Probablemente participó en la "pacificación" de la Hispaniola.
En 1508, el Rey de España Fernando el Católico sometió a concurso la conquista de Tierra Firme. Se crearon dos nuevas gobernaciones en las tierras comprendidas entre los cabos de la Vela (Colombia) y de Gracias a Dios, (en la frontera entre Honduras y Nicaragua). Se tomó el golfo de Urabá como límite de ambas gobernaciones: Nueva Andalucía al este, gobernada por Alonso de Ojeda, y Veragua al oeste, gobernada por Diego de Nicuesa.
En 1509, hubo una expedición comandada por el bachiller y Alcalde Mayor de Nueva Andalucía Martín Fernández de Enciso que salió a socorrer al gobernador Alonso de Ojeda, quien era su superior. Ojeda junto con setenta hombres, había fundado el poblado de San Sebastián de Urabá en Nueva Andalucía, lugar donde después se levantaría la ciudad de Cartagena de Indias; sin embargo, cerca del establecimiento existían muchos indígenas belicosos que usaban armas venenosas, y Ojeda había quedado herido de una pierna. Poco después, Ojeda se retiró en un barco a La Española, dejando el establecimiento a cargo de Francisco Pizarro, que en ese momento no era más que un valiente soldado en espera de que llegara la expedición de Enciso. Ojeda le pidió a Pizarro que se mantuviera con unos pocos hombres por cincuenta días en el poblado, o que de contrario usara todos los medios para regresar a La Española.
Hombre de fuerte carácter y poco dispuesto a la actividad sedentaria, participó en la expedición de Alonso de Ojeda que exploró América Central y Colombia (1510) y luego en la de Vasco Núñez de Balboa que culminó en el descubrimiento del Mar del Sur (más tarde, Océano Pacífico) en 1513. En enero de 1519, Francisco Pizarro arrestó a Vasco Núñez de Balboa por orden de Pedro Arias de Avila, Gobernador de Castilla de Oro. De 1519 a 1523, fue encomendero y alcalde de la ciudad de Panamá. Existen discrepancias sobre el estado de la fortuna de Pizarro durante su estancia en Panamá. Al respecto, Horacio Urteaga afirmó que
Éste es el único cronista que asegura que la situación económica de Pizarro y Almagro era holgada. Quintana y Mendiburu, que mucho averiguaron sobre la vida de los conquistadores, aseguran que Pizarro era uno de los moradores de Panamá menos acaudalados, y cuando llegó el caso de la famosa contrata para descubrir el Perú, ambos socios no pudieron poner otra cosa que su industria personal y su experiencia.
En efecto, en 1524, Pizarro se asocia con Diego de Almagro y Hernando de Luque, un hombre influyente, cura de Panamá, para conquistar "Birú" o "El Birú" (el Imperio IncaPerú), del que tenían vagas noticias, repartiéndose las responsabilidades de la expedición. Pizarro la comandaría, Almagro se encargaría del abastecimiento militar y de alimentos y Luque estaría al cargo de las finanzas y de la provisión de ayuda. Existen noticias de un cuarto asociado, el licenciado Espinosa, que no quiso figurar oficialmente y que habría sido el financiador principal de las expediciones hacia el Perú.
Pizarro no fue ni el primero ni el único que intentó la conquista del Perú. Dos años antes, en 1522, Pascual de Andagoya intentó la aventura: su expedición terminó en un estrepitoso fracaso. Sin embargo, las noticias de la existencia de "Biru" y de sus enormes riquezas en oro y plata, influyeron sin duda en el ánimo de los asociados y pudieron haber sido decisivas en la toma de decision para acometer la empresa.
La conquista del Perú
Tumba de Francisco Pizarro en una capilla ubicada en la nave derecha de Catedral de Lima. En 1531 llega a Perú, luego de una gran epidemia de viruela que asoló el imperio matando incluso al Inca Huayna Cápac, lo que desató a su vez una guerra civil que enfrentó a los sucesores, Atahualpa y a su hermano, el Sapa Inca Huáscar. Pizarro se adentró temerariamente en el territorio inca con 180 soldados y 37 caballos, se dirigió a Cajamarca, donde hizo prisionero a Atahualpa (16 de noviembre de 1532).
Tras el pago de un fabuloso rescate en oro y plata, Pizarro, reforzado por la llegada de Almagro con un centenar de arcabuceros, no sólo no cumple su promesa de liberar a Atahualpa sino que, con la excusa de que había mandado ejecutar a su hermano (lo cual era cierto) y de que preparaba una sublevación general del país (que no lo era), es ejecutado.
A continuación se alió con la nobleza del Cusco, partidaria de Huáscar, lo cual le permitió completar sin apenas resistencia la conquista de Perú. Tras nombrar Inca a un hermano de Atahualpa, Túpac Hualpa, marcha al Cusco, capital del Imperio Inca, ocupándola en noviembre 1533. Su hermano Juan es nombrado regidor de la ciudad.
El 18 de enero de 1535, fundó en la costa la Ciudad de los Reyes, pronto conocida como Lima, y Trujillo, con lo que se inició la colonización efectiva de los territorios .
Mientras tanto, su hermano Hernando, que había partido a España para entregar el Quinto del Rey a la corona, regresó portando el título de marqués para su hermano Francisco, y el de adelantado para Almagro, al cual se le habían concedido 200 leguas al sur del territorio atribuido a Pizarro.
Guerra civil entre españoles
Almagro, considerando que el Cusco estaba dentro de su jurisdicción destituyó a Juan Pizarro y lo encarceló junto a su hermano Gonzalo. Francisco acudió desde Lima y firmó un acuerdo con Almagro en Cusco, tras lo cual Almagro partió para Chile.
A la vuelta de su infructuosa expedición, Almagro trata de ocupar de nuevo el Cusco, el cual, defendido por su regidor Hernando Pizarro, estaba resistiendo un largo cerco por parte de los incas sublevados al mando de Manco Inca, que había conseguido huir de los españoles.
Mientras tanto Pizarro en Lima sufrió también el cerco de dicha ciudad por parte de Quizo Yupanqui, general y pariente de Manco Inca, quien tras estar a punto de tomar la capital, fue muerto en batalla. La victoria en Lima de Pizarro se debió a su estratégica alianza con los señores étnicos enemigos de los Incas. En este caso en peculiar destacó la alianza con la cacique de Huaylas, Contarhuacho, quien era su suegra, puesto que su hija Quispe Sisa (también conocida como Inés Huaylas) se convirtió en mujer de Pizarro a su paso por Huaylas después de la muerte de Atahualpa rumbo al Cusco, con quien tenía una hija, Francisca. Contarhuacho se apersonó en Lima con cinco mil hombres quienes pelearon junto a los hispanos en la defensa de Lima frente al cerco y ataque incaico.
Tras la llegada de Almagro al Cusco, Manco Inca levantó el cerco, lo que aprovechó Almagro para encarcelar a Hernando y Gonzalo Pizarro. Tras derrotar al lugarteniente de Pizarro, Alonso de Alvarado, en la Rota de Abanday, llega a un nuevo acuerdo con Pizarro en Mala (1537), por el que Hernando es puesto en libertad.
Estatua de Francisco Pizarro en Trujillo, España La paz fue corta y ambos bandos vuelven a enfrentarse en la batalla de las Salinas (1538), cerca de Cusco. Los almagristas son derrotados y Diego de Almagro procesado, condenado a muerte y ejecutado por Hernando Pizarro, en la Plaza Mayor de Cusco (8 de julio de 1538).
Tras la muerte de Almagro, Pizarro se dedicó a consolidar la colonia y a fomentar las actividades colonizadoras (envía a su hermano Gonzalo a Quito, a Pedro de Valdivia a Chile...)
Sin embargo, los partidarios de Almagro se agruparon en torno a su hijo Almagro el Mozo, los cuales, bajo el mando de Juan de Rada entran en el palacio del conquistador en Lima y le dan muerte el 26 de junio de 1541.
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BIOGRAFIAS y HECHOS - HISTORIA el 8/05/2007 06:41:00 PM