Hispania romana... por casualidad
Por Fernando Díaz Villanueva
Tres siglos antes del nacimiento de Cristo, esta parte del mundo se la repartían, de muy mala manera, romanos y cartagineses, enfrentados a causa de no se sabe bien qué vieja rencilla que no conseguían superar. A nuestros antepasados, que estaban sin desasnar, esas querellas se las traían al fresco y comerciaban con todo el que se dignase a echar el ancla frente a las costas de Iberia, abundantes en casi todo y acogedoras hasta el extremo de que quien llegaba hasta ellas se quedaba. |
Los romanos no habían llegado todavía, y no pensaban aún en viajar hasta tan lejos. La mirada la tenían puesta en Oriente, en la culta y fastuosa Grecia. Los cartagineses, también conocidos como púnicos, ya estaban aquí y no tenían planes de irse. La razón por la cual los unos vinieron y los otros terminaron largándose fue una de esas carambolas históricas cuyas consecuencias llegan hasta el día de hoy. Porque, a fin de cuentas, ¿en qué lengua lee usted esto, en un derivado del latín o del cartaginés?
En el año 241 a. C. romanos y cartagineses llevaban veintipico años echándose los trastos a la cara. Lo que se disputaban entonces no era Hispania, sino algo mucho más pequeño pero cercano y tentador: la isla de Sicilia. Quedaba, más o menos, a mitad de camino entre Cartago y Roma. Sus habitantes eran una exquisita gente de mundo que hablaba griego y gustaba del teatro y la filosofía. Además, era una tierra soleada y próspera, un fabuloso granero encallado en mitad del Mediterráneo, bullente de vida y civilización. Es normal que se peleasen por ella. No serían los últimos: árabes y normandos, aragoneses y franceses, españoles y austriacos les tomarían el relevo en los siglos sucesivos.
Los romanos venían de una pequeña ciudad erigida sobre siete colinas en el centro de la Bota. Eran el típico pueblo del Occidente europeo, algo borricos pero nobles. No hablaban griego ni ninguna de las refinadas lenguas orientales, sino un idioma desconocido llamado latín; y escribían en un alfabeto que habían calcado letra a letra del de sus vecinos del norte, los etruscos –los de la sonrisa–. Por lo demás, ni eran excesivamente cultos ni tenían un gran gusto por las artes. A cambio, eran tremendamente prácticos y nunca se daban por vencidos.
En su primera guerra contra Cartago se encontraron ante el triste hecho de que no sabían construir barcos de guerra. Un contratiempo nada baladí que, entre otras cosas, les iba a impedir conquistar la deseada Sicilia y que, ya metidos en faena como estaban, pondría en riesgo la seguridad de la misma Roma, que, aunque interior, no distaba, no dista, mucho de la costa. No se arredraron: apresaron una nave púnica varada en una playa y la copiaron clavo por clavo, cuaderna por cuaderna y remo por remo.
Los cartagineses, que se las veían muy felices por la incomparecencia de sus adversarios en el mar, descubrieron no sin sorpresa que, en sólo dos meses, los romanos habían armado una flota de más de cien naves, relucientes y listas para abordar. Y todo por un descuido en una playa, por una barca que en mala hora dejaron allí intacta.
Total, que los romanos ganaron la guerra y se quedaron con Sicilia. Un año después se hicieron con el control de Córcega y de Cerdeña, aprovechando que los mercenarios de Cartago se habían rebelado. Ahí nació lo del Mare Nostrum, es decir, Nuestro Mar, que en origen no era el Mediterráneo, sino el que hoy se conoce como mar Tirreno, la lengua marítima que va de la Toscana (norte) a Sicilia (sur) y de Calabria (este) a Cerdeña (oeste).
Los cartagineses, que no se habían resignado a ser unos segundones, y menos aún de unos tipos que hablaban una lengua tan tosca y pueblerina como el latín, tuvieron que buscar un sustituto. Y qué mejor que Hispania, la Is-Phanim de sus antepasados fenicios; la tierra de promisión de los mercaderes griegos, el Jardín de las Hespérides, el fin del mundo. Era rica, grande e inexplorada. Una suerte de Lejano Oeste del mundo antiguo, con sus indios, sus bosques vírgenes y sus ríos, por los que corrían el oro y la plata.
En Hispania se encontraba la insólita Gádir, construida sobre una isla frente a la costa, fundada por los tirios y fenicia de vocación. Era la ciudad más antigua de Occidente; no le faltaba ni el templo de Melcarte, divinidad barbada y de mucha devoción entre los fenicios. Hispania iba a ser la piedra sobre la que se levantaría la nueva Cartago, recia y opulenta, que ajustaría cuentas pasadas y tomaría cumplida revancha de Roma.
El problema principal de los cartagineses era que, tras la paz con Roma, se habían quedado a la cuarta pregunta, obligados a desarmar su flota y cargados de deudas. Sólo un hombre, Amílcar Barca, lo vio meridianamente claro. Hispania era demasiado grande y demasiado continental, luego los barcos no servirían de mucho para conquistarla. Además, no se trataba de rendir a todas y cada una de las tribus íberas, sino de enfrentarlas entre sí para que la banca, o lo que es lo mismo Cartago, ganase.
En pocos años, el abuelo de los Barca se construyó un sólido prestigio entre los caudillos íberos. Pero cuando se encontraba en la cima de su carrera hispánica se cayó del caballo, al atravesar un arroyo de la sierra de Albacete, y, según cuentan, se ahogó. No es por dudar de las fuentes, pero, tratándose de un arroyo y en Albacete, no es descabellado suponer que, más que ahogarse, se desnucase. Esta observación, evidentemente, no le quita ni pizca de mérito a don Amílcar, que por lo demás fue un bravo.
Le sucedió su yerno Asdrúbal, elegido, como no podía ser de otro modo, por aclamación de la soldadesca. Asdrúbal fue asesinado por un esclavo, que le mandó al otro barrio cortándole el cuello con una falcata afilada; pero antes se ocupó de pasar a la historia por dos cosas: por fundar Qart Hadasht, la Nueva Cartago, es decir Cartagena, y firmar un tratado con los romanos que delimitaba las áreas de influencia de cada uno en la carrera por Iberia: todo lo que quedara al sur del Ebro sería cosa de los cartagineses, y lo del norte de los romanos.
Había una excepción: Sagunto, protectorado de Roma en territorio púnico. Y ahí fue, precisamente, donde, de tanto estirarla, se rasgó la tela. En el año 219 a. C. Aníbal, hijo de Amílcar y cuñado de Asdrúbal, puso sitio a Sagunto, dando así comienzo a la Segunda Guerra Púnica.
El asedio duró ocho meses, y fue, como el de Numancia , una demostración de lo tercos, cabezones y poco razonables que somos los españoles desde tiempos inmemoriales. Cuando los romanos se negaron a auxiliar a la ciudad, sus habitantes, en lugar de rendirse a las tropas de Aníbal, encendieron una inmensa pira y se arrojaron, todos, a ella. Muy edificante, sin duda.
Aníbal tomó la ciudad, pero su objetivo era otro: Roma. Reclutó un gran ejército en Hispania y lo condujo hasta las mismas puertas de la Ciudad Eterna, que por aquel entonces ni era ciudad ni era eterna, pero apuntaba maneras y era ya de la piel del diablo.
El senado de Roma, preocupado por la caída de Sagunto y, sobre todo, por la expedición de Aníbal, trazó un plan para cortar los suministros del cartaginés. El plan consistía en enviar un contingente a Hispania y convencer a los indígenas de que Cartago no les interesaba: Roma les trataría mejor, con más estilo y comprensión.
Y así, de este modo, tan de perfil, entró Roma en nuestra historia. Lo hizo a través de la familia de los Escipiones, gentes testarudas y de buen tino; los responsables de que los españoles seamos lo que somos, hablemos lo que hablamos y pensemos lo que pensamos.
En el verano del año 218 a. C. los primeros romanos desembarcaron en Emporion, una colonia griega situada frente al mar en el norte de la actual provincia de Gerona. Su general, Publio Cornelio Escipión, iba muy apurado, porque Aníbal se encontraba ya en Italia: había conseguido cruzar los Pirineos y los Alpes con un gran ejército que no paraba de crecer y preparaba el asalto final.
Escipión concibió una nueva estrategia, que consistía, básicamente, en quedarse. Situó su base en la costa, al norte del Ebro, no muy lejos de la malograda Sagunto. Aquel campamento acabaría siendo con el tiempo la ciudad de Tarraco, obra de los Escipiones y desde aquel momento puerta de entrada a la Hispania Citerior, o "España de más acá", que es como los romanos bautizaron a ésta su primera provincia hispana, la más próxima a Roma. La otra, la Ulterior, era "la de más allá". Si ya dije que eran prácticos y algo borricos...
Fueron ganando terreno a los cartagineses con paciencia, palo y zanahoria. Los caciques locales, protoespañoles muy atentos a estar con el que manda, se fueron pasando al bando romano, cuyas fuerzas alcanzaron enseguida el valle del Guadalquivir. Entonces, en pleno trajín conquistador, murió el primer Escipión, en la batalla de Cástulo, cerca de Linares, a manos de los cartagineses. Pero como los romanos no eran ese tipo de gente que da por perdida una guerra a la primera, su hijo, que se llamaba igual que él, tomó el testigo y conquistó de una tacada las dos perlas engarzadas en la diadema púnica: Cartago Nova y Gádir, que fue rebautizada como Gades.
En la toma de Cartago Nova se produjo un episodio sobre el que se cimentaría la leyenda de este general y que sería recreado una y otra vez durante siglos. Se trata de la llamada "continencia de Escipión". Cuentan que, cuando conquistó la ciudad, los derrotados le ofrecieron como trofeo una joven princesa íbera ya prometida con un caudillo de la zona. Escipión, que, como buen romano, era mujeriego y amigo de las aventurillas extramatrimoniales, miró a la joven y, conteniéndose las ganas, se la devolvió a su padre. Semejante comportamiento granjeó a los romanos fama de gente seria y de fiar. Estos detalles conmovían a nuestros asilvestrados ancestros, habituados a la ley del palo y a quitarse la vida cuando mataban al jefe en la llamada devotio ibérica.
Aníbal, a quien habíamos dejado al pie de los Alpes dispuesto a conquistar Roma, jamás consiguió su objetivo. Escipión hijo se interpuso en su camino y lo mandó de vuelta a África, donde cayó derrotado en Zama. Terminaba así la guerra que él mismo había empezado sitiando Sagunto.
La suerte de Aníbal fue muy diferente de la de Escipión, que se convirtió en un héroe y recibió el sobrenombre de "Africano". Marchó a Oriente como mercenario, hasta que los romanos dieron con él, en Asia Menor. No se rindió: antes de entregarse a los soldados del enemigo se suicidó, como aquellos infelices de Sagunto; pero en lugar de incinerarse se envenenó como hacían los caballeros de la época. Y es que algo había aprendido de los romanos después de pasar tantos años peleándose con ellos.
Con Aníbal murió el último cartaginés que plantó cara a Roma. Su gesta pasó a la historia y sirvió de excusa para que los romanos entrasen en Hispania. Todo había sido por casualidad; pero, ya que estaban, decidieron quedarse. Conquistarla del todo les llevó dos siglos, hasta que el último cántabro rindió sus armas al primer emperador de Roma.
Fundaron ciudades, construyeron puertos, caminos, acueductos y puentes; potenciaron el comercio, trajeron el Derecho y dejaron para siempre en esta tierra el tesoro precioso de la lengua latina. La misma que, con el paso del tiempo, dio a luz el castellano y el portugués, el catalán y el gallego. Los romanos llegaron aquí de pura chiripa, pero sin ellos España nunca hubiera sido España.
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Publicado por VRF para BIOGRAFIAS y HECHOS - HISTORIA el 10/03/2007 09:59:00 AM