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CON LUPA

¿Existe algún motivo para celebrar el aniversario de las primeras elecciones democráticas?


@Jesús Cacho - 18/06/2007


Más que en una costumbre, lo de celebrar efemérides referidas a los distintos hitos que marcaron la llamada Transición se ha convertido en el cuento de nunca acabar, y nunca mejor dicho lo del "cuento", como muy bien señalaba Juan Carlos Escudier en su sobresaliente artículo publicado este fin de semana en El Confidencial. Aquí nadie sabe si la cosa va de celebrar u olvidar, de reír o llorar, pero da lo mismo: se cumplen 30 años de las primeras elecciones democráticas y hay que tirar la casa de los ditirambos por la ventana, imprimir suplementos especiales, desempolvar programas de la cutrevisión de la época –en eso no sólo no hemos cambiado, es que hemos ido a peor-, y así sucesivamente.

La versión oficial es que aquello fue un prodigio histórico o algo parecido, y desde esa interpretación edulcorada cualquiera que tuviera algo que ver con el milagro se considera a sí mismo un maestro Ciruela con títulos suficientes para sentar cátedra. Mención especial, con Toisón de Oro, merecen los redactores de nuestra Carta Magna, la ley maestra en la que se concretó la salida del franquismo. Sin embargo, las desgarraduras territoriales que hoy lamentamos, la regresión de la democracia a medio cocinar que padecemos, son herencia directa de la famosa Transición y de los graves errores cometidos en su diseño por aquellos Padres de la Patria tan ávidos, ahora, de toda clase de honores.

Como ocurrió con la Constitución de la Segunda República, la de 1978 se vio obligada de nuevo a hincarle el diente al problema territorial, y lo hizo de forma apresurada y errónea, echando mano de aquel "café para todos" que repartió autogobiernos como se reparten muñecas en una tómbola, primando en exceso las tesis de un nacionalismo a quien se quiso aplacar a costa de dejar al Estado central casi vacío de sustancia. Lo que ha ocurrido en estos 30 años ha sido un fortalecimiento social y político de las minorías nacionalistas que gobiernan en Cataluña, País Vasco, Galicia y otras regiones, en paralelo con un desprecio de los valores del Estado como factor de unidad nacional e igualdad social.

En lugar de sentirse aplacados por tanta dádiva, los nacionalismos se han lanzado con saña contra las faldas de una Constitución cuyo espíritu han traicionado, dispuestos por la vía de los hechos consumados a aprovechar la debilidad en origen del Jefe del Estado como garante de su cumplimiento y la crisis de los dos grandes partidos nacionales, para conseguir de una vez por todas el sueño de la autodeterminación. La llegada al poder de un piernas como Rodríguez Zapatero, dispuesto a ponerse al frente del batallón de derribos del Sistema, ha hecho el resto.

Sólo una clase política de primer nivel, dispuesta a enmendar los errores (por ejemplo, la ley electoral) de la Transición, al servicio de unas instituciones potentes, hubiera podido poner coto a la voracidad de la casta nacionalista. Pero un González sumido de forma paulatina en la corrupción galopante, y un patético Aznar convencido de que el crecimiento económico lo arreglaba todo, nos han conducido al Zapatero remendón que amenaza con dejar a España en alpargatas. Los dos grandes partidos han sido complacientes con el fenómeno nacionalista, haciendo, en muchos casos, dejación de sus competencias. La consecuencia es que el poder central se encuentra hoy inerme para ejecutar la mayoría de las políticas que interesan a los ciudadanos: la educación –convertida, en manos del nacionalismo, en semillero de odios contra la idea de España-, la sanidad, la vivienda, las obras públicas, la fiscalidad; inerme incluso para actuar con eficacia en casos de desastres naturales o grandes pandemias.

El deterioro progresivo del Régimen salido de la Transición ha ido consolidando una gigantesca tela de araña de intereses, en los que se incluye una clase política profesionalizada, renuente a cualquier cambio de modelo. Con el Rey en el vértice de la pirámide, decidido a dar hilo a la cometa hasta donde le sea posible, el Sistema parece blindado a cualquier posibilidad de cambio, a cualquier intento serio de regeneración democrática. Las leyes electorales garantizan el disfrute, en alternancia ordenada, del poder público por parte de los protagonistas y guardianes de la Transición, con la eficaz ayuda del poder económico, los grandes capitales dispuestos a sostener el tinglado de corrupción en que vivimos a cambio de determinadas regalías, por ejemplo, una Justicia a la carta, es decir, a la medida de sus delitos. En medio, la masa silente de los ciudadanos, testigos mudos de una construcción jurídico-política que deja nulo espacio a sus iniciativas, salvo la de ir a depositar su voto cada cuatro años en la urnas.

La transición no fue un modelo de transigencia para cerrar las heridas del pasado y alumbrar un futuro en democracia, sino un reparto de las cuotas de poder entre los herederos del franquismo. Algunas de las manifestaciones más evidentes del fracaso del modelo las encontramos en la situación de la Justicia y en la corrupción galopante, con los grandes medios de comunicación en plan consentidor de lo que acontece, como partícipes del reparto de cuotas de poder citado.

Abordar el saneamiento del Sistema requeriría, en mi modesta opinión, una amplia reforma de la Constitución destinada a saldar, de una vez por todas, la estructura del poder territorial, estableciendo límites claros y precisos al derecho a la autonomía de las regiones, delimitando y cerrando su marco de competencias. La regulación de ese nuevo marco competencial habría de basarse en la idea de reforzamiento de los poderes del Estado, como garante de la libertad y la igualdad de los españoles, recuperando parte del poder perdido en no pocas disciplinas.

El único elemento de esperanza en un cuadro tan pesimista como el descrito reside en la capacidad de trabajo y las infinitas ansias de progreso de la sociedad española, que ha demostrado ser capaz de crecer y mirar hacia delante al margen de, o a pesar de, la escasa altura de miras de su clase política. La sociedad civil española va muy por delante de su clase política. Falta que esa sociedad civil, harta de los manejos de los amos del Sistema, se decida un día a pedir cuentas y a exigir una reforma de la Constitución dirigida a dotar a los españoles de una democracia digna de tal nombre.



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Publicado por VRF para quitate tu que me pongo yo el 6/18/2007 04:23:00 AM