CAPÍTULO XI
DE LOS PRINCIPADOS ECLESIÁSTICOS
Réstame hablar ahora de los principados eclesiásticos, en cuya adquisición y posesión no existe ninguna dificultad, pues no se requiere al efecto, ni de valor, ni de buena fortuna. Tampoco su conservación y mantenimiento necesita de una de ambas cosas, o de las dos reunidas, por cuanto el príncipe se sostiene en ellos por ministerio de instituciones que, fundadas de inmemorial, son tan poderosas, y poseen tales propiedades, que la aferran a su Estado, de cualquier modo que proceda y se conduzca. Únicamente estos príncipes tienen Estados sin verse obligados a defenderlos. y súbditos, sin experimentar la molestia de gobernarlos. Los Estados, aunque indefensos, no les son arrebatados, y los súbditos, aun careciendo de Gobierno, no se preocupan de ello lo más mínimo, ni piensan en mudar de soberano en modo alguno y ni siquiera podrían hacerlo, por lo cual semejantes principados son los únicos en que reinan la prosperidad y la seguridad. Pero, como son gobernados por causas superiores, a que la razón no alcanza, los pasaré en silencio. ¿No habría temeridad presuntuosa en discurrir sobre unas soberanías establecidas y conservadas por Dios mismo? Sin embargo, alguien me preguntará la causa de que la Iglesia romana se haya elevado, aun en las cosas temporales, a tan superior grandeza como la que contemplamos hoy. Porque, antes del Papa Alejandro VI, la dominación pontificia era tan limitada que no ya los potentados italianos, sino el más modesto barón y el más humilde señor hacían escaso aprecio de ella en las cosas temporales, mientras que ahora arruina a Venecia y atemoriza a todo un rey de Francia, hasta el punto de echarle de la península. Y, por muy conocidos que estos hechos sean, no juzgo inútil representarlos con toda puntualidad.
Con anterioridad a la venida del monarca francés Carlos VIII a Italia, ésta se hallaba políticamente distribuida en cinco nacionalidades: Estados Pontificios, Venecia, reino de Nápoles, ducado de Milán y Florencia. Los soberanos de los tres últimos principados sólo cuidaban de dos cosas: que ningún extranjero trajese ejércitos a Italia, y que ninguno de los grupos políticos de ésta se engrandeciera a costa de los otros. Aquellos contra quienes más les importaba tomar tales precauciones, eran los venecianos y el Papa. Para contener a los venecianos se requería la unión de los demás grupos, y, para contener al Papa, los soberanos en cuestión se valían de los barones de Roma, que, por hallarse divididos en dos facciones, la de los Ursinos y la de los Colonnas, hallaban incesantes motivos de disputa y desenvainaban la espada unos contra otros a la vista misma del Pontífice, a quien inquietaban continuamente, de donde resultaba que la potestad temporal de la Santa Sede permanecía siempre débil y vacilante. Y, por más que a veces sobreviniese un Papa de recio temple, como Sixto IV, ni la energía ni el genio de alguno de estos excepcionales representantes suyos podían desembarazarle del obstáculo de referencia, a causa de la breve duración de su mandato. Sobre diez años, uno con otro, reinaba cada Papa y por muchas molestias que se tomaran, no les era posible abatir una de aquellas facciones. Si uno de ellos, por ejemplo, conseguía extinguir la de los Colonnas, otro la resucitaba, por ser enemigo de los Ursinos, no quedándole ya suficiente tiempo para aniquilarlos después, con lo que sucedía que hacían poco caso de las fuerzas temporales del Papa en Italia. Pero se presentó Alejandro VI, el cual, mejor que sus predecesores, demostró hasta qué punto le era dable a un Papa, con su dinero y con sus fuerzas, triunfar de los demás príncipes. Tomando por instrumento a su hijo César Borgia, duque de Valentinois, y aprovechando la ocasión del paso de los franceses, ejecutó cuantas cosas llevo referidas al hablar de las acciones de dicho duque. Bien que su intención no hubiese sido aumentar los dominios de la Iglesia, sino únicamente proporcionar otros grandísimos a su hijo, ocasionó el engrandecimiento del Papa, que a la muerte del duque, heredó el fruto de sus guerras. Cuando luego advino Julio II al Solio Pontificio, encontró a la Iglesia muy poderosa y en posesión de toda la Romaña. Los barones de Roma carecían de fuerza, porque Alejandro VI, con los diferentes modos de lograr la derrota de sus facciones, los había destruido. Julio II halló también abierto el camino para atesorar, por algunos medios que Alejandro VI no había puesto en práctica nunca. No sólo siguió el curso trazado por éste, sino que, además, formó el designio de conquistar a Bolonia, reducir a los venecianos y arrojar de Italia a los franceses, empresas todas que le salieron bien, y con tanta más gloria para él mismo, cuanto que llevaban la mira de acrecentar el patrimonio de la Iglesia, y no el de ningún particular. Amén de esto, mantuvo las facciones de los Ursinos y de los Colonnas en los mismos términos en que las halló, y, aunque había en ellas algunos jefes capaces de turbar el Estado, permanecieron sumisos, porque les tenía espantado el poder de la Iglesia, y no había, en el Sacro Colegio, cardenales que fuesen de sus familias, lo que era causa de sus disensiones. Tales facciones no se sosegarán mientras cuenten con algunos cardenales, por ser éstos los que mantienen, en Roma y fuera de ella, unos partidos que sus deudos se ven obligados a defender, y así es como las discordias y las guerras entre los barones dimanan de la ambición de dichos prelados. Por ende, al suceder León X a Julio II, halló al Papado elevado a un altísimo grado de dominación, y hay motivos para esperar que, si sus predecesores lo engrandecieron con las armas, el nuevo Pontífice lo engrandecerá más aún, y le hará venerar, con su ingenio, con su cultura, con su bondad y con las infinitas virtudes que sobresalen en su persona.
--
Publicado por VRF para EL PRINCIPE el 9/22/2007 06:54:00 AM